miércoles, 29 de septiembre de 2010

Fidel Castro, Chocho en Jefe

Alexander Cockburn es un periodista y ensayista estadounidense-británico, que escribe en Counter-Punch, una publicación de la izquierda de EEUU.

Fidel Castro: el otoño del chocheo
Por Alexander Cockburn (*)

Algunos dirigentes políticos maduran en el ocaso: el octogenario Jimmy Carter es a menudo más sensato ahora de lo que lo fue hace cuarenta años.
Otros ahorran al mundo sus cábalas nocturnas, no siempre voluntariamente: Ronald Reagan sucumbió al Alzheimer; Ariel Sharon sigue con vida vegetativa, pero está muerto para el mundo. Desgraciadamente, Fidel Castro se rompió un brazo y una rótula cuando trastabilló en aquel malhadado escalón de cemento hace seis años. Ojalá que también se hubiera partido la lengua, ahorrándoles a sus antiguos admiradores, entre los que me cuento, el espectáculo de ver precipitarse en el disparatario a quien fue un gran revolucionario.
Si el presidente Raúl Castro quiere defender los méritos de Cuba en materia de derechos humanos, no tiene sino que recurrir al hecho de que su hermano no ha sido destituido de su cargo como Primer Secretario del Partido Comunista y arrojado en una celda aislada de la Casa de Dementes, el hospital psiquiátrico de La Habana. Lejos de eso, Fidel tiene acceso irrestricto a la radio estatal y al periódico oficial Granma.
Desde esos dos medios, Castro, con 84 años, ha venido soltando un chorro continuo de disparates.
Memorable entre sus incursiones en el delirio fue su brote de conspiracionismo en el sexto aniversario de los ataques al Trade Center neoyorquino y al Pentágono, sin que se le escatimara desde la televisión cubana la lectura entera de la descabellada pieza por parte de un locutor de plantilla.
Castro sostuvo que el Pentágono fue alcanzado por un misil, no por un avión, porque no se halló traza de los pasajeros. "Sólo un proyectil pudo haber creado el orificio circular ocasionado por el pretendido avión", según Fidel. "Fuimos engañados, igual que el resto de los habitantes del planeta". Un sinsentido, huelga decirlo. Se encontraron restos de los pasajeros del avión que impactó en el Pentágono: dientes y otras partes, con el ADN correspondiente. Centenares de personas vieron el avión, personas que conocían la diferencia entre un avión y un misil de crucero. La chatarra del avión se desescombró del lugar.
Es natural que dirigentes máximos como Castro sean conspiracionistas por disposición. Puesto que son obsesos del control, lo azariento y lo accidental les resulta ajeno a su marco de referencia. Si ocurrió, ocurrió por algo. Y si lo ocurrido fue malo, lo más probable es que se trate de una conspiración.
Más recientemente, a principios de agosto del presente año, Castro comunicó a su audiencia en Cuba y en el mundo entero su simpatía por uno necio tópico, cual es la creencia de que el mundo está dominado por el Club Bilderberg.
El octogenario expresidente cubano publicó un artículo el pasado 18 de agosto, difundido a través de tres de la ocho páginas del órgano del Partido Comunista, Granma, citando in extenso el libro del escritor de origen lituano Daniel Estulin, Los secretos del Club Bilderberg (2006), según el cual los Bilderbergs controlan todo, lo que significa que deben de tener un cargadísimo orden del día en la única actividad que desarrollan públicamente: una sesión de tres días una vez al año. Claro está que también se hablan mucho por Skype y se devanan los sesos conspirando y planeando maldades desde sus teléfonos móviles.
Los seguidores del programa radiofónico de Alex Jones, un santuario del conspiracionismo, recordarán sin duda la declaración de Estulin en 2007, según la cual habría "recibido información de fuentes internas a la comunidad estadounidense de inteligencia que sugieren que el gobierno norteamericano está estudiando un atentado para asesinar al congresista Ron Paul, porque se sienten amenazados por su creciente popularidad". Los fragmentos del libro de Estulin reverencialmente citados por Castro –que califica a Estulin como un hombre honrado y bien informado— reciclan algunas de las doctrinas de Lyndon LaRouche, uno de los conspiracionistas más alucinantes de la historia política. (Aún guardo en la memoria la afirmación de LaRouche, en un anuncio pagado en la cadena CBS en 1984, de que el ex vicepresidente Walter Mondale, que concurría contra Ronald Reagan para las presidenciales, era un "agente de influencia" de los servicios de inteligencia soviéticos. Era la época en que LaRouche estaba en estrecho contacto con la Casa Blanca de Reagan.)
A juzgar por las citas que ofrece de Estulin, Castro parece ganado por la idea, según la cual miembros de la marxista Escuela de Francfort como Thedor Adorno o Max Horkheimer, que llegaron a EEUU huyendo de los nazis antes de la II Guerra Mundial, habrían sido reclutados por los Rockefeller para popularizar la música rock a fin de "controlar a las masas" y apartarlas de la lucha por los derechos civiles y la justicia social [en los 60]. De acuerdo con Estulin, reverencialmente citado por Castro, "el hombre encargado de asegurar que a los norteamericanos les gustaran los Beatles fue el propio Walter Lippman".
De modo, pues, que Castro cree que los Beatles fueron inventados por los Rockefeller y que Walter Lippman, el famosos columnista que, ya talludito, escribió el borrador de los 14 Puntos del presidente Wilson en 1918, pudo llegar a coronar su carrera político-literaria 50 años más tarde, en 1968, enviando a los Beatles el texto lírico de Revolution, con su desmovilizador mensaje: "Dices querer una revolución / Bien, ya sabes / Todos queremos cambiar el mundo /… Pero cuando hablas de destrucción / Ya sabes que no puedes contar conmigo". (Yo creo recordar que Lennon escribió realmente la canción como respuesta a mis amigos Tariq Ali y Robin Blackburn, quienes en su calidad de miembros de la New Left Review y de la IV Internacional habían sugerido a Lennon que los Beatles arrimaran el hombro para financiar la causa revolucionaria.)
Y ahora el último brote de imbecilidad política de Castro ha sido conceder una entrevista a Jeffrey Goldberg, del Atlantic, permitiendo al hombre que el propio Castro describe como "un gran periodista" citar a Castro diciendo que el modelo económico cubano ha sido un desastre.
Goldberg es un periodista atroz, cuyo más notable logro ha sido colocar en el semanario The New Yorker una larga pieza en favor del ataque a Irak en 2003, uno de los ejercicios de desinformación más efectivos destinados a orientar al Congreso y a la opinión pública a favor de la guerra. La pieza se anunciaba como reveladora "de los posibles vínculos entre Saddam Hussein y al Qaeda".
Era el momento en que el FBI y la CIA acababan de destruir la afirmación del partido de la guerra, según la cual había habido un encuentro entre Mohammed Atta y un agente de la inteligencia iraquí en Praga antes de los ataques del 11 de septiembre de 2001. Goldberg vino a salvar los muebles de la pandilla de Bush. En el corazón de ese falsario artículo de 16.000 palabras se hallaba una entrevista en la ciudad iraquí de Sulaimaniya –controlada por los kurdos— con Mohammed Mansour Shahab, quien ofreció al ávido Goldberg todo lujo de detalles sobre sus actividades como enlace entre Osama bin Laden y los iraquís, pasando armas y otros materiales y equipos.
La pieza fue recibida con alborozo por la administración Bush, como una prueba del vínculo. El golpe de gracia a la credibilidad de Goldberg llegó el 9 de febrero de 2003, en el London Observer, y lo dio Jason Burke, el reportero en jefe de la publicación londinense. Burke visitó la misma prisión en Sulaimaniya, habló con Shabab y dejó establecido fuera de toda duda que la gran fuente de Goldberg es un mentiroso particularmente torpe, que ni siquiera conocía la apariencia física de Kandahar, con quien decía haber viajado para negociar con bin Laden. Fantaseó falsariamente con la esperanza de ver reducida su condena. Huelga decir que la demolición de Burke no fue noticia para la prensa estadounidense. Y se calla por sabido que el New Yorker jamás se disculpó por haber publicado el cuento de Goldberg, desde luego tan dañino como cualquiera de los artículos publicados por Judith Miller en el New York Times.
Puesto que Castro ha andado últimamente pregonando alarmas sobre un posible ataque a Irán, resulta estupefaciente verlo ahora elevar a Goldberg, un antiguo miembro de la Fuerza de Defensa de Israel, al panteón periodístico y esforzándose por pintar a su compañero de armas conspiracionistas en el 11-S, el presidente iraní Ahmadinejad, como a un antisemita.
Una parte de la izquierda ha querido ver en las displicentes observaciones de Castro sobre el modelo económico cubano una maniobra táctica para ayudar a su hermano a poner por obra las "reformas" que harán perder su puesto de trabajo a entre medio millón y un millón de cubanos. Yo lo veo como una loca falta de juicio de Castro, que primero dijo a Goldberg que "el modelo cubano no funciona ya más, ni siquiera para nosotros", para luego decir que había sido malinterpretado y que lo que quería decir era exactamente lo contrario. Obviamente, un sinsentido. Luego, Castro –entre varias otras cosas de mal gusto— llevó a Goldberg a una exhibición de delfines. Y yo me dije: encierren al viejo loco, liberen a los delfines y conviertan la exhibición en un parque temático de todos los intentos de la CIA para matar a Castro, incluidas trampas en un arrecife coralífero. Ironías de la historia: la CIA falló, y hete aquí que Castro se pone a la tarea, asesinando semana tras semana, metódicamente, su reputación