Teatro en Miami Studio comenzó su temporada del 2009 con el estreno de Enema, con las actuaciones de Ariel Texidó, Anniamary Martínez, Lis Nicot, Leandro Peraza, Marcia Stadler, Ivette Kellems, Carlos Bueno, Nirma Necuze y Christian Ocón. Los actores de TMS van cobrando madurez y las adquisiciones temporales realzan el elenco. El programa de mano reseña en la dirección, texto, música, escenografía, vestuario, luces, diseño gráfico, pintura de fondo, y aun como parte de la traducción (de los subtítulos proyectados en pantalla) y la producción a Ernesto Garcia. La actriz Sandra García, -fundadora del grupo junto a Ernesto, primerísima en las tablas y en ese arte de formar actores y trabajar como las hormigas-, aparece como costurera y coproductora.
La obra es una farsa que podría haber sido escrita hace 300 años, en verso como debe ser, de texto pulido y complejo. El conflicto se da entre el Poder, -sobre todo el falocentrico- y la libertad, -sobre todo la de amar y crear. El lenguaje bien pensado limita lo profano y la irreverencia anda suelta. El Padre Antonio se quedaría patitieso al comprobar que tres siglos después seguimos en las mismas, aunque se usan herramientas mas refinadas para la trepanación. Por cierto que las usadas en la obra me recordaron las usadas por la inquisición, que disfruté en abundancia en la fortaleza de Hohensalzburg, en una colina al pie de la ciudad de Mozart. Como la mayor parte de los seres humanos prefiere lidiar con objetos concretos, resulta cómodo entender la finísima crueldad de esos instrumentos, no así la acción corrosiva, ubiqua, “pervasive”, de otros Poderes contemporáneos. Y aquí conviene llamar la atención al uso de los símbolos, faena en la cual Ernesto García es maestro, de puesta y de texto.
El vestuario es elaborado, vistoso y (me consta), creado con más ingeniosidad que recursos. El ritmo, quizás demasiado rápido, por momentos aturde. Sobre todo al que intenta no perder un bocadillo sustancioso.
No me cabe duda que el autor de esta obra es un hombre iluminado, “todólogo” del Siglo XVIII o quizás del Renacimiento, reencarnado inmigrante que busca libertades humanas, empeñado en hacer valer el arte como forma de esas búsquedas. Me pregunto si la incorporación de otras voces, de otras miradas teatreras, (la sala estaba repleta de ellas), enriquecerían el futuro de este quehacer, en estos años del siglo XXI, donde sabemos tan poco sobre casi todo y casi todo sobre los peligros de no cotejar lo que uno cree con lo que creen los demás. Y entonces me respondo que habría que encontrar esas miradas entre otros que amen el teatro, (que “no está muerto” como dice Ernesto García), entre otros que lo amen “por amor al arte”.
La obra es una farsa que podría haber sido escrita hace 300 años, en verso como debe ser, de texto pulido y complejo. El conflicto se da entre el Poder, -sobre todo el falocentrico- y la libertad, -sobre todo la de amar y crear. El lenguaje bien pensado limita lo profano y la irreverencia anda suelta. El Padre Antonio se quedaría patitieso al comprobar que tres siglos después seguimos en las mismas, aunque se usan herramientas mas refinadas para la trepanación. Por cierto que las usadas en la obra me recordaron las usadas por la inquisición, que disfruté en abundancia en la fortaleza de Hohensalzburg, en una colina al pie de la ciudad de Mozart. Como la mayor parte de los seres humanos prefiere lidiar con objetos concretos, resulta cómodo entender la finísima crueldad de esos instrumentos, no así la acción corrosiva, ubiqua, “pervasive”, de otros Poderes contemporáneos. Y aquí conviene llamar la atención al uso de los símbolos, faena en la cual Ernesto García es maestro, de puesta y de texto.
El vestuario es elaborado, vistoso y (me consta), creado con más ingeniosidad que recursos. El ritmo, quizás demasiado rápido, por momentos aturde. Sobre todo al que intenta no perder un bocadillo sustancioso.
No me cabe duda que el autor de esta obra es un hombre iluminado, “todólogo” del Siglo XVIII o quizás del Renacimiento, reencarnado inmigrante que busca libertades humanas, empeñado en hacer valer el arte como forma de esas búsquedas. Me pregunto si la incorporación de otras voces, de otras miradas teatreras, (la sala estaba repleta de ellas), enriquecerían el futuro de este quehacer, en estos años del siglo XXI, donde sabemos tan poco sobre casi todo y casi todo sobre los peligros de no cotejar lo que uno cree con lo que creen los demás. Y entonces me respondo que habría que encontrar esas miradas entre otros que amen el teatro, (que “no está muerto” como dice Ernesto García), entre otros que lo amen “por amor al arte”.
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